"Unidos en Cristo para Evangelizar"
04 de Marzo de 2021
Los milagros en una sociedad racionalista
 


¿Crees o no en los milagros? Puede ser un índice de cómo anda tu fe

Una manifestación de la “cultura de la increencia” es negar la existencia de los milagros. Para un ateo esto no debería ser tema, atendido que niega la existencia de Dios. Para los agnósticos, como Dios no habla y está siempre en silencio, jamás podrían aceptar esta realidad.

Son muchos los que imbuidos por el pensamiento racionalista sólo da valor a lo que puede ser comprobado por la ciencia. Esta mentalidad sólo dan el carácter de real e histórico a los sucesos que cuentan con una explicación racional, y por ende, excluye entre ellos a los milagros.

Algunos quieren, interesadamente, generar un tabú acerca de la discusión de temas de fe en los círculos científicos, para hacer sentir a los investigadores creyentes como personas con menor rigurosidad intelectual por el simple hecho de creer en Dios.

Cuando el sentido de lo religioso se debilita en el hombre, se niega o se hace muy difícil la posibilidad de reconocer que Dios puede intervenir de manera extraordinaria en su vida a través de los milagros.

En el caso de los cristianos los milagros forman parte de los misterios de la vida pública de Jesús. Se trata de hechos admirables y sobrehumanos que la doctrina de la Iglesia reconoce como señales de su misión y de su divinidad. A través de los milagros Jesús, como perfecto Dios, nos muestra que tiene el poder para producir hechos admirables y sobrehumanos que hacen referencia a otra realidad. Los milagros nos anticipan que Él es el único que puede liberarnos de las esclavitudes humanas y del pecado.

Los milagros de Cristo están atestiguados en fuentes cristianas y no cristianas. Ellos se dieron curando a distintos enfermos, expulsando demonios, resurrecciones de personas muertas, prodigios de la naturaleza (convertir el agua en vino, multiplicar los panes y los pescados, calmar la tempestad). El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que, “al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (Jn 6, 5-15), de la injusticia (Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (Lc 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas (CIC 549).

Los milagros “son signos de que el mundo no está cerrado y definitivamente determinado y aislado frente a su Creador” (Fries). “Los milagros manifiestan de modo fuerte que, más allá de lo visible, está lo invisible; que no existen solo las leyes físicas, biológicas, psíquicas, sociales, etc. Existe también, y por encima, la voluntad del creador, que es Ley para toda criatura; por encima de la necesidad de la naturaleza domina la libertad de Dios; los objetivos y metas inmanentes y temporales no lo son todo, existe un gran objetivo trascendente y sobrenatural (Ocáriz-Blanco).

El milagro es un fenómeno que pone delante del hombre la acción propia del Creador, por eso se trata de hechos prodigiosos que la ciencia no es capaz de explicar.

La existencia de los milagros nos obliga a levantar nuestra mirada a Dios y reconocer que estos hechos forman parte del plan previsto por Dios, que nos ha revelado sus secretos y omnipotencia a través de Jesús.

Como lo explica el Concilio Vaticano II:

“Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los Profetas, “últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo”. Pues envió a su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre ellos y les manifestara los secretos de Dios; Jesucristo, pues, el Verbo hecho carne, “hombre enviado, a los hombres”, “habla palabras de Dios” y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió. Por tanto, Jesucristo -ver al cual es ver al Padre-, con su total presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos; finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación y confirma con el testimonio divino que vive en Dios con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna” (Constitución Dogmática Dei Verbum, n. 4).

Aprovechemos esta Cuaresma para pedir especialmente que aumente nuestra fe. Que nuestro duro corazón se conmueva frente a la omnipotencia de Dios, que todo lo puede, como lo ha demostrado a través de los milagros, al ser el creador de todo lo visible e invisible.

Crodegango






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