"Unidos en Cristo para Evangelizar"
10 de Septiembre de 2021
Nuestros verdaderos enemigos: los siete vicios capitales
 


La idea de recordar su contenido elemental es para luchar contra ellos y pedir a Dios toda su gracia para no cesar de luchar.

En nuestra formación nunca debemos descuidar el examen de lo que la teología denomina como los pecados capitales. La idea de recordar su contenido elemental es para luchar contra ellos y pedir a Dios toda su gracia para no cesar de luchar.

El pecado, causa de la muerte, es una ofensa contra Dios y una falta contra la razón. En palabras del Catecismo, el pecado “se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones”, “Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana” (CEC 1849-50). El Compendio de la DSI, retomando las tesis del Catecismo, destaca que el pecado produce, además, alienación, “es decir, la división del hombre no solo de Dios, sino también de sí mismo, de los demás hombres y del mundo circundante” (116).

El pecado tiende a reproducirse y a reforzarse. No obstante, hay que saber que el amor de Dios es más fuerte, por lo cual, incluso con la fuerza con que el pecado ataca la naturaleza, el mal no logra destruir por completo nuestro sentido del bien (CEC 1865).

La variedad de pecados es grande (CEC 1852). Hay pecados mortales y veniales, espirituales y carnales, y hay también pecados de pensamiento, palabra, acción y omisión. Incluso hay pecados ‘que claman al cielo’. Con todo, en esta ocasión quisiera hablarles de los ‘vicios capitales’, llamados así “porque generan otros pecados” (CEC 1866), tanto en el orden de la causa formal, porque estos son como la forma extrínseca de los pecados que engendran, cuanto en el orden de la causa final, según explica Santo Tomás en la Summa.

Los pecados capitales son la fuente de todos los vicios. En este sentido, San Pedro Canisio, enseña que aquellos se denominan ‘capitales’, “en parte porque son como fuentes y cabezas de todos los otros, en parte porque de ellos como de mala y corrupta raíz nacen unos frutos muy pestilenciales” —“de ellos descienden todos los géneros de vicios, escándalos, daños, corrupciones y pestilencias del linaje humano” (Summa de la doctrina christiana). Santo Tomás agrega que “el pecado capital es no solamente principio de otros pecados, sino, en cierto sentido, directivo de los otros… por eso se compara a estos vicios con los generales de un ejército” (STh I-II, 84, 3).

La Iglesia enumera siete vicios capitales: soberbia, avaricia, gula, lujuria, pereza, ira y envidia. Tal es la enumeración que proponen Santo Tomás y San Buenaventura. Santo Tomás, que sigue a San Gregorio, expone que estos vicios afectan a todo lo que es el hombre, no solo a su espíritu o a su cuerpo, sino también a su relación con los bienes externos. De igual modo, señala que el primero de estos pecados es la soberbia. Es la ‘reina de todos los vicios’, dice, añadiendo que aquella consiste en el deseo o apetito desordenado de sobresalir.

Los pensadores de la tradición escolástica, dentro de la que se encuentra el propio Santo Tomás, ponen el acento en el hecho de que el hombre debe llevar adelante una verdadera batalla espiritual contra estos vicios. El hombre debe vencerse a sí mismo, remarca Melchor Cano, luchar contra las pasiones y el mundo, ya que solo poniéndose en un segundo o tercer lugar aparecerá Cristo en todo su esplendor (Tratado de la victoria de sí mismo).

En los términos de Cano, la primera batalla la tenemos con la soberbia, esto es, con el deseo desordenado de la propia excelencia. Son formas de este pecado la ambición, la excesiva confianza en las propias fuerzas, la vanagloria, la jactancia y la vanidad. El soberbio, nota Cano, levanta la voz cuando habla, es el primero en deshonrar, en la conversación es porfiado, y cuando no se hace su voluntad, se amarga. La única manera de acabar con la soberbia es despreciándose a sí mismo.

La pereza, vicio a través del cual actúa especialmente el demonio, tienta a los hombres para que dejen de cumplir sus deberes y los vuelve ociosos. En este contexto, se dice que la pereza es causa de los denominados ‘pecados por ignorancia’, pues a la pereza pertenece la negligencia que, por distintas razones, nos hace apartarnos de los bienes espirituales. Para luchar con este vicio conviene dejarse guiar por otros e imitar a los santos.

La avaricia, ‘apetito de tener desordenado’, según observa Canisio, es madre del engaño, la traición, la falsedad, el perjurio, el desasosiego, la crueldad, la inhumanidad y la dureza de corazón. Ahora bien, “no solo es juzgado por avaro el que hurta, sino también el que desea lo ajeno, o el que guarda sus cosas con demasiada codicia”. Por otro lado, en nuestra lucha espiritual solamente el ejercicio de la liberalidad nos permite dejar atrás este pecado.

De acuerdo con Santo Tomás, “no es gula toda apetencia de comer o de beber, sino solo la desordenada”. Ahora, son formas de este vicio el comer o beber lo no debido, el comer o beber en exceso, y el comer o beber en las circunstancias inadecuadas (STh II-II, 148). Al respecto, San Pedro Canisio añade que son hijas de la gula la alegría desordenada, el mucho hablar, la suciedad y el oscurecimiento de la inteligencia y los sentidos. Solo la abstinencia y la sobriedad, así como la presencia de Dios, nos pueden apartar de este vicio.                                     

Junto a la gula está la lujuria, que no es otra cosa que el ‘apetito desordenado del deleite’. De la lujuria, que es contraria a la castidad, surgen la inconsideración, la inconstancia, la precipitación, el mal amor de sí mismo y el temor de la muerte. La lujuria corrompe la prudencia y llena nuestro corazón de deseos torpes (STh II-II, 153). En la batalla de la fe, la lujuria es derrotada principalmente con la oración, pero también con los trabajos corporales, la continencia y la meditación.

La envidia es la ‘tristeza por el bien ajeno’. La envidia, ‘pecado diabólico por excelencia’, como afirma San Agustín, supone un rechazo directo del amor de Dios. Es la madre del odio, así como de la maledicencia, la calumnia y la alegría por el mal del prójimo (CEC 2539-40). Nada más que la caridad nos puede sacar de este vicio.

La ira, por último, es el deseo de venganza. Como pecado capital es principio de las rencillas, las injurias y las enemistades. Esta ‘ponzoña del alma’, dice Canisio, “es muy perniciosa, porque nos priva de la fuerza, del juicio… y daña la salud del alma y del cuerpo”. La oración, y solo ella, nos hace superar la ira y nos devuelve la paciencia que es propia de los hijos de Dios.

La batalla de la fe y la lucha contra el mundo es muchas veces dura. Sin embargo, la gracia nos renueva y le da un nuevo impulso a nuestro espíritu. Lo importante es no desfallecer y tener siempre presente que solo seremos semejantes a Cristo si nos armamos de valor y hacemos frente a todo lo que nos aleja de Él.

Pidamos a Santa María, que nos ayude a luchar siempre para llegar al cielo.

Justino






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