"Unidos en Cristo para Evangelizar"
27 de Agosto de 2021
Pueblos originarios y cristianismo
 


Dentro de los temas en debate particular importancia tiene el de la reivindicación de los derechos de los pueblos originarios.

Hace algunas semanas causó algún revuelo el reclamo de un convencional evangélico cuya petición de incluir una bandera con un signo cristiano fue rechazada, aduciendo la autoridad que el Estado chileno es laico y que la religión cristiana fue “colonizadora del mundo mapuche”.

La forma de aproximarse a este asunto obliga a considerar varios aspectos.

En primer lugar, conviene no perder de vista que todos formamos parte de la familia humana, la que no puede subordinarse a ninguna estirpe. En efecto, las investigaciones de los paleoantropólogos proponen que el origen de la especie biológica humana tuvo lugar con la aparición en el África subsahariana, hace unos 2 millones de años, con el surgimiento del Homo habilis, que está en el origen de la especie, y el Homo erectus, que evoluciona a partir del anterior y que comenzó a desplazarse desde África a otros lugares, hace un millón de años. De igual forma, desde el punto de vista biológico varios científicos postulan que existe una unidad genética de la especie Homo, desde hace unos 2 millones de años.

Los datos anteriores están en sintonía con una tradición en la Iglesia que, sin contar con una definición dogmática, defiende el monogenismo, que es la doctrina antropológica según la cual todas las razas humanas descienden de un tipo primitivo único, en contraposición al poligenismo.

En segundo lugar, este origen común de todos coincide con lo que enseña la doctrina de la Iglesia Católica en diversos documentos. Así, en la introducción de la Declaración “Nostra aetae”, dada en el Concilio Vaticano II, el 28 de octubre de 1965, se lee: “Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra, y tienen también un fin último, que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos, hasta que se unan los elegidos en la ciudad santa, que será iluminada por el resplandor de Dios y en la que los pueblos caminarán bajo su luz”.

Ahora, este origen común no obsta a que exista una diversidad entre los individuos y entre los distintos pueblos. En esta variedad los cristianos tenemos que recodar que todos los hombres son, por dignidad natural, iguales entre sí. Por tal motivo, las discriminaciones raciales no encuentran ninguna justificación racional y menos en nuestra doctrina.

De manera magnífica San Juan XXIII, en la Encíclica Pacem in terris, de 11 de abril de 1963, establece varias pautas que pueden iluminar a discernir como se deben considerar las reivindicaciones de los pueblos originarios con el ánimo de buscar y fomentar el bien común. Allí se lee:

“94. (…) desde el siglo XIX se ha ido generalizando e imponiendo, por virtud de la cual los grupos étnicos aspiran a ser dueños de sí mismos y a constituir una sola nación. Y como esta aspiración, por muchas causas, no siempre puede realizarse, resulta de ello la frecuente presencia de minorías étnicas dentro de los límites de una nación de raza distinta, lo cual plantea problemas de extrema gravedad”.

“95. En esta materia hay que afirmar claramente que todo cuanto se haga para reprimir la vitalidad y el desarrollo de tales minorías étnicas viola gravemente los deberes de la justicia. Violación que resulta mucho más grave aún si esos criminales atentados van dirigidos al aniquilamiento de la raza”.

“96. Responde, por el contrario, y plenamente, a lo que la justicia demanda: que los gobernantes se consagren a promover con eficacia los valores humanos de dichas minorías, especialmente en lo tocante a su lengua, cultura, tradiciones, recursos e iniciativas económicas”.

“97. Hay que advertir, sin embargo, que estas minorías étnicas, bien por la situación que tienen que soportar a disgusto, bien por la presión de los recuerdos históricos, propenden muchas veces a exaltar más de lo debido sus características raciales propias, hasta el punto de anteponerlas a los valores comunes propios de todos los hombres, como si el bien de la entera familia humana hubiese de subordinarse al bien de una estirpe. Lo razonable, en cambio, es que tales grupos étnicos reconozcan también las ventajas que su actual situación les ofrece, ya que contribuye no poco a su perfeccionamiento humano el contacto diario con los ciudadanos de una cultura distinta, cuyos valores propios puedan ir así poco a poco asimilando. Esta asimilación sólo podrá lograrse cuando las minorías se decidan a participar amistosamente en los usos y tradiciones de los pueblos que las circundan; pero no podrá alcanzarse si las minorías fomentan los mutuos roces, que acarrean daños innumerables y retrasan el progreso civil de las naciones”.

Como se puede apreciar, ninguna exigencia actual se puede hacer sin considerar que el bien común impide exaltar más de lo debido las características raciales propias, hasta el punto de anteponerlas a los valores comunes de todos los hombres. La autoridad política tiene el deber de armonizar, de la mejor manera posible, los derechos que vinculan entre sí a los hombres, buscando siempre la paz social.

Sólo desde los prejuicios se puede llegar a equiparar la colonización con el trabajo misionero que los católicos han realizado, sin cesar, desde el encuentro de los dos mundos, cumpliendo con el mandato que nos dio Jesús de “ir y predicar el Evangelio”.

Pidamos con fe a la Virgen del Carmen para que nos ayude a considerar siempre que todos tenemos un mismo Padre, que todos formamos parte de la familia humana.

Crodegango






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