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El silencio normalmente lo entendemos como una falta de ruido externo, producida por la carencia de emisión de sonidos. Hay silencios que son sufridos, como los que provienen de enfermedades, vejez o prisión. Hay otros que se imponen por dictaduras políticas o culturales, como acontece hoy con la “cancelación” que alienta la cultura woke, o con la que deben soportar quienes viven bajo la férula de las dictaduras comunistas. Pero también existe una dimensión del silencio que debemos procurar cultivar según nuestra vocación cristiana.
La fundamentación del silencio en las Sagradas Escrituras tiene muchas posibilidades de justificación.
En la carta del apóstol Santiago se invita al dominio de la lengua, que es una forma de silencio, de la siguiente forma:
“3 Cuando ponemos un freno en la boca de los caballos para que nos obedezcan, dominamos todo su cuerpo. 4 Lo mismo sucede con los barcos: por grandes que sean y a pesar de la violencia de los vientos, mediante un pequeño timón son dirigidos adonde quiere el piloto. 5 De la misma manera, la lengua es un miembro pequeño, y, sin embargo, puede jactarse de hacer grandes cosas. Miren cómo una pequeña llama basta para incendiar un gran bosque. 6 También la lengua es un fuego: es un mundo de maldad puesto en nuestros miembros, que contamina todo el cuerpo, y encendida por el mismo infierno, hace arder todo el ciclo de la vida humana. 7 Animales salvajes y pájaros, reptiles y peces de toda clase, han sido y son dominados por el hombre. 8 Por el contrario, nadie puede dominar la lengua, que es un flagelo siempre activo y lleno de veneno mortal. 9 Con ella bendecimos al Señor, nuestro Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios. 10 De la misma boca salen la bendición y la maldición. Pero no debe ser así, hermanos. 11 ¿Acaso brota el agua dulce y la amarga de una misma fuente?” (3,4-11).
Debe resultarnos ejemplar que Jesús se haya retirado a lugares silenciosos para orar (Lc 6,12; Mt 6,6-8).
En la más que milenaria Orden de los Cartujos, fundada en 1084 por San Bruno, el silencio está presente en su vocación. Como lo señalan sus estatutos:
“...nuestra ocupación principal y nuestra vocación es la de dedicarnos al silencio y a la soledad de la celda. Esta es, pues, la tierra santa y el lugar donde el Señor y su siervo conversan a menudo como entre amigos; donde el alma fiel se une frecuentemente a la Palabra de Dios y la esposa vive en compañía del Esposo; donde se unen lo terreno y lo celestial, lo humano y lo divino” (Estatutos 4.1).
Los Cartujos usan la palabra solamente para lo que es considerado estrictamente necesario, como en las tareas cotidianas. En su rutina existen algunas excepciones: los monjes disponen de una hora de recreo los domingos, en la que pueden hablar libremente, y los lunes pueden pasear fuera del monasterio durante tres horas, también con permiso para conversar.
En el caso de los laicos, llamados a una vida contemplativa en medio del mundo, debemos buscar y cuidar el silencio como medio para enriquecer nuestra vida interior. Esto supone un gran desafío, porque muchas veces no reparamos en que hablamos más de la cuenta y caemos en una incontinencia verbal que aturde a nuestros semejantes.
Estamos inmersos en una cultura que huye del silencio, que alienta el activismo, el tumulto, la conversación intrascendente, la crítica despiadada o frívola. El ruido es el gran narcótico para no enfrentarnos al vacío interior que nos aqueja. El solo hecho de que en la ducha matinal ya estemos con música dice mucho de nuestra adicción al ruido. Luego continuo mi trayecto con los audífonos en la micro o en el metro, para seguir siempre en “modo ruido”. Así, sin advertirlo, cada día que pasa no existe en mi vida ningún silencio.
Debería llamarnos la atención que muchos hoy han dejado de creer en Cristo para correr a refugiarse en disciplinas físico-mentales, donde buscan perfección espiritual y unión con lo absoluto, mayor dominio del cuerpo y concentración anímica. Muchos de ellos tomaron ese camino por no haber valorado ni vivido el silencio interior, que es precisamente el camino que nos permite oír a Dios en la oración.
El silencio interior, conviene reconocerlo, es una necesidad para todo cristiano. Para lograrlo no es necesario apartarnos del mundo ni mudar nuestra residencia a un desierto lejano o a la cartuja más cercana. Tampoco se trata de buscar el silencio por sí mismo o para alcanzar equilibrios mediante la negación de nuestro ser.
Claramente, el silencio no está de moda en esta época caracterizada por la búsqueda frenética y ruidosa de actividades con que llenar el tiempo, donde el ruido es la música de fondo de todo lo que hacemos.
Tenemos, sin embargo, a nuestro alcance la posibilidad de luchar diariamente para asegurar unos minutos en los que podamos huir del ruido externo y oír, en oración, lo que Dios nos quiere decir.
Autor: Crodegango