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Un sentimiento humano muy destructivo es el odio.
En el plano psicológico, se define al odio como una emoción hostil en la cual se combinan sentimientos de ira y detestación. Además, el odio a veces genera el deseo de hacer daño a otro o a bienes.
El odio desata sentimientos de antipatía, repulsión y desagrado hacia cosas o personas, lugares o animales. El que odia siempre termina por desear un mal a otro o incluso puede llegar a odiarse a sí mismo.
Tener odio es algo diferente a la aversión o la antipatía, dado que ellas no conllevan el deseo del mal a otro. Mis vecinos o mi suegra o suegro, que pueden ser muy antipáticos, no necesariamente debo odiarlos. Tal o cual candidato no coincide con mis creencias, pero no necesito odiarlo. Simplemente no voto por él.
El odio se opone directamente al amor.
En el plano moral, el odio supone algo malo, propio de una persona que se ha corrompido al haber sido vencida por ese bajo sentimiento que la aprisiona y determina en su actuar, al punto que puede llegar a obnubilar su conciencia.
No deja de ser una paradoja que los estudios neurológicos den cuenta de que el odio y el amor activan las mismas zonas de la corteza frontal. Si lo anterior es así, la conclusión es que siempre será mejor elegir amar que odiar.
Para no confundirnos respecto de este sentimiento, recordemos que existe un odio de abominación que, si se dirige al mal, resulta moralmente legítimo. Nadie puede consentir en querer los delitos, las injusticias o los pecados. En el caso de las personas que ejecutan esos males, odiamos sus actos, no a ellos.
El odio de abominación nos permite desear ciertos males para que personas dedicadas a hacer el mal no sigan causando estragos con sus conductas. Así, querer que los narcotraficantes sean detenidos y sometidos a severas penas no es algo malo como sentimiento. Desear en ocasiones que acontezca “algo malo” no es ilegítimo, como, por ejemplo, que se cancele la autorización sanitaria a una clínica dedicada al aborto; que concluya una dictadura; que no se elija a una persona para un cargo mundial por su conocida habilidad para sembrar la maldad. Lo que debemos evitar en esto es el odio de enemistad, que es odiar a la persona. Lo correcto es odiar el pecado, no al pecador.
Dentro de las manifestaciones del odio, una de gravedad por el objeto que tiene, es el odio a Dios. En este caso, la persona ha hecho una elección que la llevó a amar el pecado y no a Dios. Recordemos el punto 1861 del Catecismo: “El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana, como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios”.
Aunque la ofensa a Dios es siempre un acto personal, todos nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos: participando directa y voluntariamente; ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos; no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo; protegiendo a los que hacen el mal (Catecismo 1868).
Por último, debemos cuidarnos de ciertas formas de promoción del odio que están muy presentes y que se presentan bajo una capa de virtud, como es alentar en el debate político la enemistad entre clases sociales, mostrando a ricos y pobres como si fueran enemigos; o los odios contra migrantes, que terminan en conductas o expresiones xenófobas, olvidando que todos tenemos como Padre común a Dios.
Es pertinente recordar, una vez más, ese verdadero testamento espiritual que nos legó San Juan Pablo II en su visita a Chile en 1987, cuando señalaba:
“En el corazón de cada uno y de cada una anida esa enfermedad que a todos nos afecta: el pecado personal, que arraiga más y más en las conciencias a medida que se pierde el sentido de Dios. ¡A medida que se pierde el sentido de Dios! Sí, amados jóvenes. Estad atentos a no permitir que se debilite en vosotros el sentido de Dios. No se puede vencer el mal con el bien si no se tiene ese sentido de Dios, de su acción, de su presencia, que nos invita a apostar siempre por la gracia, por la vida, contra el pecado, contra la muerte. Está en juego la suerte de la humanidad: ‘El hombre puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el hombre’”.
Pidamos a Dios que nos dé la gracia para erradicar el odio en nuestras vidas, sabiendo que “el amor vence siempre, como Cristo ha vencido”.
Autor: Crodegango